Agriculturas para la paz

Ver a jóvenes en el campo dejó de ser una escena común en México, pero no todo está perdido y figuran en un paisaje en que agricultores y campesinos buscan renovar la agricultura familiar. Foto: Scott Brennan

Agriculturas para la paz

 

Red de Alternativas Sustentables Agropecuarias de Jalisco (RASA)

 

 

Étienne von Bertrab con la colaboración de Alejandra Guillén

Fotografía: Scott Brennan

Noviembre 10, 2019

 

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Lectura de 20 minutos 

 

 CAMPO

Millones de campesinos en todo México abandonaron el campo desde la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), y éste enfrenta múltiples crisis que, en conjunto, amenazan no solo a la vida rural, sino la misma agrobiodiversidad en el país. Destaca, por supuesto, el caso de los maíces nativos, defendidos ‘con todo en contra’ por campesinos y aliados; actualmente, por cierto, foco de una propuesta de ley federal para su fomento y protección. Esta historia da cuenta de una red jalisciense que busca alternativas agroecológicas para el campo, y que cumple veinte años de logros pese a todas las adversidades posibles.

Confesiones de un ser urbano

 

Podré ser amante de la naturaleza y dedicarme a estudiar y promover formas sustentables y justas de habitar el planeta, pero siempre he vivido en ciudades. Este simple hecho significa que, como la mayoría de los seres urbanos, no produzco mis alimentos, por lo que mi alimentación está mediada por un salario. Mantengo un interés profundo en el campo y en la agroecología (y sí, como algunos, intento cultivar un poco aquí y allá) pero no sabría cómo vivir de la tierra. Ya lo advertía Karl Marx: la industrialización y la consecuente urbanización producen una alienación con la naturaleza: nos desvinculan de los ciclos de la naturaleza y consecuentemente de los productores, sobre todo de los campesinos que habitan el campo. De ahí que les tengo una profunda admiración y respeto, y agradezco cada oportunidad de acercamiento a la vida del campo y particularmente a quienes, desde el territorio, luchan por defender la vida rural y campesina, al tiempo que nos dan pautas para vivir de otra manera en relación con la tierra y con el otro.

 

Sé de la existencia de la Red de Alternativas Sustentables Agropecuarias de Jalisco (RASA) desde hace más de diez años. Su trayectoria y sus logros están ampliamente documentados en publicaciones científicas y otras formas de difusión en México y en otros países. De manera que, en el marco de sus 20 años de existencia, acercarme a ella y vivirla lo más posible son un enorme regalo. A las y los campesinos, agricultores, investigadores y aliados que la conforman, gracias y larga vida. Agradezco a su vez a Alejandra Guillén, quien acogía un deseo profundo de conocer más de la vida de algunos personajes de esta historia, y quien busca, mediante el cultivo, recuperar el vínculo con la tierra que tuvieron sus abuelas.

 

Desafiándolo todo

 

La RASA nació en 1999 como una respuesta a las diversas crisis experimentadas en el campo mexicano. La incipiente red buscó articular a personas y organizaciones que, en Jalisco y desde distintos ámbitos, buscaban explorar y construir rutas alternativas a la agricultura industrial y a la incesante mercantilización de la naturaleza. También formó parte, desde su origen, en luchas icónicas como la defensa de los maíces nativos frente a la más reciente amenaza, las semillas transgénicas, y se volvió un referente nacional e internacional por las prácticas agroecológicas implementadas, por sus procesos formativos y metodológicos, así como por sus logros. Por ejemplo, entre los fondos de semillas de la RASA y las comunidades y agricultores que participan en ella se resguardan poco más de 120 variantes de maíces nativos, pertenecientes, de acuerdo con estudios desarrollados por la misma red, a 16 razas, evitando así su desaparición física y cultural.

María de Jesús Bernardo, ‘Marichuy’ es presidenta de la RASA, agroecóloga y, junto con su esposo Espiridión Fuentes, ‘Paye’, también es productora. Foto: Scott Brennan

Para Jaime Morales, agroecólogo y profesor-investigador del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente (ITESO), quien cofundó y ha sido asesor de la RASA desde su formación (es también asesor en Albora), el caso de México presenta desafíos muy particulares: “¿Qué significa buscar la sustentabilidad en un país en guerra?”, se pregunta. Para la RASA, ésta no es una inquietud abstracta, sino que está directamente ligada a las múltiples violencias que viven campesinos y agricultores y a desafíos que enfrenta la red misma. “Cumplimos veinte años, sin dinero, sin pelearnos”, me dijo en una primera entrevista para esta historia, “pero la guerra llegó a nuestra casa”. Me contó cómo fue que el narco tomó, durante dos años, su centro de formación. Se trata del Centro de Formación en Agroecología y Sustentabilidad (CEFAS), creado en 2004 gracias a una suma de voluntades orientadas a tener un lugar propio para llevar a cabo actividades formativas y de experimentación. Este hecho violento no solo dificultó labores fundamentales de la red, sino que obstaculizó las de por sí escasas formas de financiamiento. Una organización que les financiaba, por ejemplo, simplemente no podía entender cómo es que algo así pudiese ocurrir, tampoco que durante esos largos meses no tuviera la RASA certeza alguna sobre su recuperación.

Jaime Morales en una reunión mensual de la red en el CEFAS. Foto: Scott Brennan

Formar haciendo

 

En el CEFAS tienen lugar, entre otras actividades, talleres de formación que ocurren de cada dos a cuatro semanas. Son gratuitos y se logran gracias a la cooperación voluntaria, sobre todo para apoyar el traslado de campesinos y agricultores hacia el centro, localizado en el municipio de Ixtlahuacán de los Membrillos, al sur del Área Metropolitana de Guadalajara. La formación en el CEFAS es teórica y metodológica, sobresaliendo el intercambio horizontal de saberes a través de la metodología Campesino a Campesino. También se buscan experiencias formativas provenientes tanto del mundo indígena como del campesino mestizo. Algo que marcó a la RASA fueron los intercambios con pueblos indígenas de Chiapas, quienes, entre otras cosas, compartían su enorme riqueza en experiencias organizativas, mientras que agricultores del Occidente de país compartían prácticas agroecológicas.

Oscar Muñoz se integró a la RASA en 2000 y actualmente dirige el proyecto formativo de la red. Foto: Scott Brennan

La formación es, por lo general, informal, en el sentido de que no se exigen ni se brindan títulos, lo cual permite la flexibilidad para que cada quien se forme en lo que más necesita. Sin embargo, luego de un largo proceso deliberativo, decidieron recientemente buscar rutas formales para quienes así lo deseen.

 

Pese a la centralidad que tienen para la red los procesos formativos, el centro tiene una complejidad mucho mayor. El CEFAS es un rancho-escuela que de manera simultánea forma, experimenta, demuestra y produce. Para la RASA, fortalecer la parte productiva es esencial también para la sustentabilidad económica del centro, y existen planteamientos para crear una empresa social.

 

Defensa del territorio

 

La RASA es una red de personas, pero también de organizaciones y de otras redes. No muy lejos del CEFAS se encuentra el Lago de Cajititlán, altamente contaminado por la agricultura industrial, el asentamiento de industrias desreguladas y una urbanización salvaje guiada por intereses inmobiliarios, procesos que se expanden en toda la cuenca. Ahí nació la Red por un Lago Limpio, cuyo motor son Felipe Íñiguez y María de Jesús González (Chuya). Junto con otras familias buscan rescatarlo e incidir en políticas públicas que puedan frenar la depredación del territorio al que decidieron retornar hace 19 años. Siguiendo inquietudes y experiencias vividas en el sur del país y en Nicaragua, Felipe y Chuya están convencidos de que la salud está en todo lo que brinda la naturaleza, por lo que consideran fundamental defenderla. Practican, entre otras cosas, el cultivo de plantas medicinales, así como la herbolaria, y desde hace largo tiempo forman parte, y son fuente de inspiración, en la RASA.

Chuya y Felipe consideran la defensa del Lago de Cajititlán como una de sus tareas. Foto: Scott Brennan

De una sencillez, claridad y sabiduría admirables, Felipe y Chuya viven en una casa autosustentable, construida por ellos mismos. Generan su propia energía eléctrica mediante paneles fotovoltaicos, cocinan con olla solar, captan agua de lluvia y la complementan con agua de noria, y tienen un pequeño humedal que biodegrada sus aguas residuales, grises y negras. Detrás de su casa está la parcela en la que cultivan nopales, acelgas, jitomates, apio, verdolagas, jamaica, maíz y hierbas aromáticas. “Nosotros cultivamos sano para vivir mejor. Es también más económico”, advierten. En esa hectárea en que viven y producen tienen además cerca de tres mil árboles. En el marco de un territorio maltratado y lleno de amenazas a la vida humana y de otras especies, esa hectárea es, literalmente, un oasis. Sin embargo, no es un oasis que quieran únicamente para sí mismos: como lo pude constatar en varias visitas, su casa está abierta y sus conocimientos y saberes puestos a disposición de personas despiertas o dispuestas, en toda la región.

 

Al otro lado del Lago de Cajititlán, en la comunidad originaria de San Juan Evangelista, emerge otro oasis, visible desde la distancia. Se trata de la Casa del Maíz, un vergel de vida y de determinación a cargo de Ezequiel Cárdenas. Ezequiel también forma parte de la Red por un Lago Limpio, así como de la RASA, y creó, en estos diez años, uno de los fondos locales de semillas de maíces nativos. “Nos dicen locos”, me cuenta, “pero vamos en abundancia”. La corta pero inspiradora visita terminó con unos tacos de jamaica cuyo sabor jamás olvidaré. Ahí estaban sus maíces amarillos, azules y negros, su jamaica, y las manos de él y de su familia.

 

Maíces nativos, el tesoro de don Camilo*

 

En el pueblo montañoso de Chiquilistlán don Camilo Garibaldo se prepara para ir a la parcela, con sombrero, chanclas para cruzar el río y cambio de ropa para trabajar. Doña Ángela le calienta tamales de ceniza con verdura y requesón hechos del maíz nativo que cultivan, frijolitos cosechados este año, tortillas hechas a mano y burritos (masita aplastada) para el bebé que llegó de visita. Sus tortillas están pintaditas porque al nixtamal le echan semillas de distintas variedades que aportan propiedades anticancerígenas. En el molino del pueblo se enojan porque sus maíces rojos, azules, negros ‘manchan’ el maíz blanco para tortilla, pero don Camilo dice que él debería ser el enojado porque su nixtamal se mezcla con el maíz híbrido o de otras personas.

Don Camilo, una de las sabias y generosas personas que conforman la RASA. Foto: Scott Brennan

“Yo nací en y para el campo”, dice don Camilo, orgulloso de la vida que ha llevado. Nació en 1943 en Comala, muy cerca de Chiquilistlán, en familia de campesinos. “Para el campo”, afirma, porque es donde encontró libertad y dignidad, siempre y cuando siembre con semillas nativas y sin venenos (agroquímicos) para la tierra. Don Camilo y doña Ángela son una de las ocho familias de la RASA que albergan fondos locales de semillas, con aproximadamente 26 tipos de maíces nativos. De memoria, don Camilo nombra coloquialmente algunos de sus maíces: el zapalote, el de uruapan, el tepiqueño, el negro, el negro azulado, el rojo, el crema, el naranja, el delgado de grano (ni blanco ni amarillo), el pozolero de ocho carreras color perla, el pipitillo, el amarillo de diez hileras y penca de miel, con grano achatado; el amarillo huesillo de ocho hileras (es duro, para animales); el tigrillo que es blanco jaspeado de tonos naranjas. Cada grano se utiliza para distintos platillos. Por eso, la pérdida de semillas nativas implica perder una gran diversidad de alimentos.

 

Para llegar a su parcela, don Camilo cruza todos los días el mencionado río. Se quita las botas, se pone crocs y pantalón corto porque el agua le llega hasta las rodillas. Si llueve, el afluente crece y es mejor esperar. A pocos metros está la cerca de su parcela. En la entrada tiene espacios que deja descansar para que el suelo se recupere, “las cosas buenas de una parcela no se ven a simple vista”, dice. En el área que sembró este año tiene distintas variedades de maíz y alfalfa para sus animales. A un costado se levanta el bosque hacia la parte alta del monte, el cual se conserva gracias a la defensa permanente de don Camilo y otras familias que han impedido la venta de los árboles.

El cuidado de las fuentes de agua es parte integral de las prácticas agroecológicas. Foto: Scott Brennan

Don Camilo comparte con los visitantes los escondites que conoce del bosque. Al ir subiendo se detiene primero en un riachuelo donde presume que aún se puede tomar agua, con sus dos manos recoge un poco y la bebe, “es agua limpia”, dice. De ahí en adelante describe cada planta que cruza en su camino, la corta, la comparte para olerla, masticarla y llevar las que sirven para el té. También nombra los pájaros que escucha cantar, los que visitan toda esta zona de pino y roble, y cómo aprendió a respetar a los animales desde niño con el programa Safari que veía en la tele en los años setenta. En su sitio favorito, debajo de árboles inmensos y con el sonido de un riachuelo, pregunta “¿cómo se sienten aquí? En estos lugares podemos pensar quiénes somos realmente, a qué venimos a este mundo, estos momentos nos faltan para no perdernos, para estar en armonía con la vida”.

 

En la caminata busca un punto alto para ver desde ahí otras parcelas de Chiquilistlán de maíces híbridos. Desde ahí también se ve la más reciente amenaza: las aguacateras que ya sustituyeron cultivos de maíz y que quieren meterse a zonas boscosas. En esta misma montaña, del otro lado, está San Gabriel en la parte baja que ya deforestó buena parte de su bosque y que en junio pasado sufrió las consecuencias con un alud devastador. Más de la mitad del territorio de Chiquilistlán es bosque. Por ello es crucial la defensa de zonas boscosas que mantienen don Camilo y otros campesinos, al menos en las zonas ejidales.

 

En esa misma parcela aprendió el joven Camilo a sembrar con su padre. Es el único hijo que continuó con este saber heredado de generación en generación. De chiquillo se fue a Guadalajara a estudiar la secundaria y a los 19 años viajó a la Ciudad de México porque tenía ganas de descubrir el mundo. “Ahí es donde miraba para arriba, nomás no sabía qué hacer, ahí me sentí discriminado por mí mismo, veía a todos para arriba”, cuenta don Camilo. Cuando llegó a su primer empleo le preguntaron: “¿Qué sabes hacer?”, “aquí, nada. Lo que me pongan a hacer tengo que aprender. Nadie nació enseñado. Y de recomendaciones, yo vengo del campo, ¿quién me va a recomendar?”. “En lo personal me sentí discriminado, porque ahí en la ciudad soy nadie. Pero el orgullo me quedó que de ningún trabajo me despidieron”.

 

Experimentó en distintos trabajos, siempre trató de caminar derechito en la vida y cuando quiso formar una familia pensó “zapatero a tus zapatos”. Regresó a su pueblo en 1975 para trabajar la tierra y en Comala se enamoró de Ángela, profesora de primaria asignada a esa comunidad. Al casarse, ella iba y venía en burro de Chiquilistlán a Comala, porque él tenía que estar en su pueblo cuidando a su madre y a su padre enfermos.

 

En 1986 comenzó otra etapa en su vida. Ya estaban organizadas las comunidades eclesiales de base en el sur de Jalisco y la Diócesis de Ciudad Guzmán tenía presencia en su municipio. El cura los invitó a un taller que era sobre cómo manejar la tierra y cuando don Camilo se enteró dijo: “yo soy de aquí”. Se fue una semana al poblado conocido como Pueblo Nuevo y ahí había asesores que les explicaban cómo fabricar abonos sin sacar dinero del bolsillo, cómo cuidar la tierra, cómo mejorar las técnicas de la siembra. Desde entonces modificó algunas prácticas que eran dañinas para la tierra y emprendió el camino de sembrar sin químicos.

 

Los campesinos que no tenían tierra se dispersaron y no continuaron las capacitaciones. Don Camilo continuó porque tenía el derecho ejidal que le dejó su padre. En esos talleres descubrió que en 1971 el gobierno de México comenzó a darle el tiro de gracia a la tierra y al campo. Luis Echeverría le abrió las puertas a BanRural, que daba créditos a las familias campesinas, pero las obligaba a comprar un producto mortífero tanto para los animales como para la tierra, “todos cayeron como pichoncito”.

 

En 1999 hubo otro momento clave para don Camilo: “Jaime Morales se encontró con don Tomás, que había estado en el primer equipo de asesores del campo, y, con lo que platicaron, Jaime dijo: ‘por qué no hacer un equipo más formal, una red que no dependa de la parroquia, no peleado, solo separado’, ahí es donde nace la RASA”.

 

Con la creación de la RASA se fortaleció toda la organización entre campesinos para reflexionar sobre cómo seguir sembrando en armonía con la naturaleza y detener las amenazas que ya vivían las familias campesinas. En los encuentros de la red los campesinos comenzaron a “truequear” semillas nativas y propició que algunos, como don Camilo, comenzaran a resguardar y sembrar distintas variedades de maíz.

Algunos de los maíces nativos que resguarda, cultiva y comparte don Camilo. Foto: Scott Brennan

Los pueblos transformaron estas semillas, las domesticaron durante miles de años. Cuesta trabajo entender el riesgo de perder toda esa historia y diversidad genética. Él comparte a otros campesinos que quieran reproducir estas semillas, mientras no sea para hacer negocio. Esta manera de sembrar brinda más autonomía, porque permite no tener deudas ni depender de las empresas trasnacionales, además de que, asegura, de esas tierras seguirá naciendo vida para las próximas generaciones.

 

El problema, es que antes de envenenar la tierra se envenenaron las mentes y el corazón al tener al dinero como el centro de la vida. “Desenvenenarnos es difícil, no quiero ser drástico, pero es más fácil hacer sangrar a las piedras”, lamenta don Camilo. La privatización de las semillas le preocupa pues pueden llegar a prohibir a los campesinos la posibilidad de resguardar sus propias semillas. Eso, asegura don Camilo, son “ideas satánicas”.

 

Si de algo se siente feliz es que ha podido ser un hombre libre, no es esclavo de ninguna empresa. ¿Pero quién va a continuar con su legado? Es una pregunta que ronda a su alrededor. A don Camilo le preocupa “y no tanto, porque las cosas malas permanecerán. Las cosas buenas también permanecerán. De las buenas, cuando no quede nadie, las piedras hablarán”.

 

* La historia de don Camilo fue documentada y escrita por Por Alejandra Guillén

 

Sangre Nueva

 

La RASA reconoce el gran reto que tiene en los relevos generacionales tanto de agricultores como de asesores, o acompañantes, como éstos prefieren llamarse. Pude (re)conocer a Eric Alvarado y a Priscila Benítez, quienes no solo forman parte de ese relevo generacional, sino que actúan como puentes entre los mundos rural y urbano, esos dos mundos a los cuáles simultáneamente pertenecen.
Como estudiante de ingeniería ambiental en el ITESO, Eric conoció a la RASA y pronto se comenzó a involucrar en ella. Durante mucho tiempo estuvo “clavado” en la agricultura urbana, y se hizo cargo del proyecto de huerto urbano en el campus universitario. Posteriormente y motivado por su entonces profesor y hoy colega, Jaime Morales, estudió la Maestría en Agroecología en la Universidad de Andalucía. Con muchos más elementos, gracias a los estudios y a la investigación que realizó sobre la RASA, volvió a Guadalajara con el deseo de aprender a ser agricultor. No es un deseo que haya surgido en el círculo familiar, pese a que su abuelo, en la región de Los Altos, fue productor. Múltiples inquietudes le llevaron a desarrollarse como investigador y a involucrarse más en la red, y hoy día se encarga de la producción en el CEFAS. Pero no le basta: junto con su amigo Cristóbal Camarena, quien siguió una ruta formativa similar, cultiva su propia parcela mediante la cual busca una forma concreta de relacionarse con la naturaleza, aprender a mirar y entender cómo alimentarse mejor a partir de una agricultura de escala humana.

Eric se reconoce dividido al seguir viviendo en la ciudad pues es en el campo donde se siente pleno. “Dividido, pero no en crisis” señala. Foto: Scott Brennan

Priscila, por su parte, adquirió desde niña el amor por el campo en el rancho familiar en Juchitlán. Sus ojos se iluminan al recodar la sensación de la tierra arcillosa en los pies, una que claramente no olvida. Sobre esa infancia en el campo comenta con un suspiro, “no sé qué le hacía a mi corazón”. En el campo le nació también la inquietud por cuestiones sociales y en particular por la migración, pues desde edad temprana fue testigo del abandono del campo, presente desde su propia familia. Estudió originalmente biología y luego de algunos años de trabajo en el sector agrícola decidió estudiar agroforestería para el desarrollo sustentable en la Universidad de Chapingo, la cual, comenta, es “otro mundo”. Regresó a Guadalajara en 2015 ávida de involucrarse con quienes hacían lo que a ella le interesaba y en donde podía aportar sus conocimientos y experiencia. Pero sobre todo quería estar cerca de las personas que le inspiraban, sobre lo cual resulta elocuente lo que dijo a Jaime Morales en algún momento de esa búsqueda: “Jaime, yo quiero estar pegada a ti”. Priscila estuvo a cargo del diseño del espacio productivo en el CEFAS, poniendo en práctica técnicas de agroforestería, y continúa colaborando en la RASA. Priscila vive en Guadalajara y trabaja por las mañanas en una escuela, mientras que por las tardes brinda terapia psicológica.

Para Priscila colaborar en la RASA significa la posibilidad de estar en contacto con las personas que conforman la red. “Ahí hay mucho amor, mucha generosidad”, precisa con luz en sus ojos. Foto: Scott Brennan

Sobre las personas mayores de la RASA, comenta: “son como los viejos sabios, basta sentarse a escucharlos”

Como parte del trabajo comunitario que Felipe y Chuya realizan en Cajititlán, familias indígenas asentadas en la localidad reciben formación y trabajo en el cultivo de plantas medicinales. Foto: Étienne von Bertrab

Vínculo campo-ciudad

 

Los esfuerzos de la RASA, desde el campo, requieren de una contraparte: consumidores urbanos interesados en una mejor alimentación y que encuentren bondades en apoyar la agricultura orgánica, familiar y de cercanía. Diversas iniciativas surgieron en los últimos años en el Área Metropolitana de Guadalajara, desde espacios para la comercialización hasta iniciativas de certificación ciudadana o participativa como la de El Jilote, que comprende un comité participativo de garantía de sustentabilidad.

La Feria de Productores tiene lugar todos los domingos por la mañana en el Club de Leones, municipio de Zapopan del Área Metropolitana de Guadalajara. Foto: Scott Brennan

Víctor Flores forma parte de esta iniciativa, y de otras relacionadas, a las que en conjunto se refiere como “comunidades de sentido”. Dirige también uno de los espacios más dinámicos de comercialización de productos sustentables derivados del campo de la región: la Feria de Productores. Víctor me habló del crecimiento notable de proyectos como éste (de alrededor de diez hace algunos años a cerca de cuarenta hoy día), pero piensa que la Feria de Productores es la que está “mucho más metida en la parcela”. Hace cinco años encontró en las instalaciones del Club de Leones un espacio subutilizado que al cabo del tiempo se convertiría en uno de mucho dinamismo y que da una identidad propia al lugar. Pese a tener la mirada y desarrollar toda su actividad en función del campo, Víctor reconoce su apego por la ciudad: “no la puedo dejar”. Las parcelas, comenta, son un mundo que fue conociendo y que lo llevó a descrubrir experiencias y proyectos en muchas partes del país, así como en el extranjero.

Ezequiel Cárdenas y su familia en la Feria del Maíz. Por ningún motivo se pierdan sus licores, como el de maíz. Foto: Víctor Flores.

En septiembre pasado tuvo lugar la tradicional Feria del Maíz, a la cual se acercan cada vez más productores de otros estados de la región centro-occidente. Para mi sorpresa la cosa no queda ahí: la Feria de Productores también alberga a lo largo del año ferias del nopal, de la pitahaya, del agave y del chocolate y el cacao. A las ferias, comenta, llegan a asistir hasta siete mil personas en dos días.

Para Víctor Flores, las dinámicas que ocurren en la Feria de Productores lo hacen un espacio muy singular de Guadalajara. “Ahí todos se conocen y se cuidan”. Foto: Scott Brennan

Todos estos encuentros humanos me recuerdan el lugar común de “todos nos necesitamos a todos”. Un campo vivo que brinde salud requiere de ciudadanos despiertos y consumidores solidarios, los jóvenes necesitan a los viejos y viceversa, y así las múltiples interrelaciones e interdependencias que durante veinte años posibilitaron las primeras dos décadas de la RASA y que sea un referente nacional e internacional de lo que es posible, aún en un país en guerra.

Coincido con Priscila sobre la calidad humana de quienes conforman la RASA. Aquí mi hijo Emiliano quien me acompañó a entrevistar a Felipe. Sin conocerle, corrió a sus brazos y le llenó de besos en la cara por largos minutos, como si supiera algo de lo que él y Chuya brindan a la vida. Foto: Étienne von Bertrab


Tú puedes involucrarte:

  • Trabajo voluntario en múltiples actividades, desde trabajo físico para mejorar el CEFAS, el diseño de materiales de formación para cursos, hasta coordinar intercambios Campesino a Campesino con grupos de tu región o impartir talleres de formación.
  • Relaciones: conectarles con quienes pudieran apoyar mediante vínculos con otras personas e instituciones.
  • Donativos en especie: herramientas para agricultura de pequeña escala, deshidratadores, calentadores o paneles solares, materiales de construcción o libros o suscripciones a revistas de agroecología.
  • Donativos económicos: éstos pueden hacerse desde México y el extranjero. Puedes escribir a cefas.ac@gmail.com para obtener los datos bancarios.
  • Puedes seguir las noticias y publicaciones de la RASA y de la Red del Lago de Cajititlán
  • Súmate a los espacios de consumo responsable y apoya la producción campesina familiar y de cercanía. Si vives en Guadalajara Feria de Productores (domingos).
  • Puedes visitar La Casa del Maíz en Tlajomulco.

Étienne von Bertrab  es maestro en Planificación para el Desarrollo Sustentable (UCL). Ha sido profesor e investigador en México y el Reino Unido. Actualmente es profesor de Ecología Política y Comunicación para el Cambio Social en University College London. Ha colaborado en diversos colectivos de la sociedad civil y fundado varias organizaciones y redes. Su trabajo académico se ha enfocado a entender la producción de la (in)justicia ambiental en Latinoamérica y su activismo a México.

Alejandra Guillén González  es periodista independiente y cursa el doctorado en Ciencias Sociales de la Universidad de Guadalajara. Trabajó en el diario El Informador y Más por Más Guadalajara. Ganó el Premio Jalisco de Periodismo 2014 por el trabajo “La fiebre del hierro ilegal”. Es autora del libro Guardianes del territorio. Seguridad comunitaria en Cherán, Nurío y Ostula (Grietas, 2014). Participó en la investigación “El país de las dos mil fosas”, del proyecto A dónde van los desaparecidos y Quinto Elemento Lab. Por este trabajo, todo el equipo obtuvo el Premio Breach/Valdez de Periodismo y Derechos Humanos en su segunda edición y el Premio Gabo 2019.

Scott Brennan es fotoperiodista basado en México. Ha colaborado en diversos medios, como: New York Times, The Washington Post, Amnistía Internacional, El BBC, revista Time, Zuma Press, revista Zeke, The Ground Truth Project, y Visual Anthropology Review entre otros. Su proyecto está respaldado por The Blue Earth Alliance, ganó primer lugar de Pictures of the Year International’s- 2017 en la categoría de Desarrollo Comunitario y recibió el Documentary Project Fund- 2018.